Mi admirado Antonio Muñoz Molina ha recibido este año el
premio de las letras Príncipe de Asturias.
Os dejo con la entrevista que le hicieron en Televisión
Española tras la recogida del premio. En ella aparece un emotivo vídeo que le
preparan a Muñoz Molina con uno de sus profesores del instituto. En la
entrevista, el escritor jienense toca magistralmente el tema de la educación
pública. Me parece una defensa incontestable de la misma. A mi me han
emocionado mucho sus palabras y el gesto de su profesor. Espero que os guste
también a vosotros, queridos lectores.
Y también os reproduzco el discurso íntegro que pronunció en
la entrega del premio (el subrayado es mío). Como siempre, invita a una reflexión
profunda y necesaria, igual que su último libro que os recomiendo a todos. Se
titula “Todo lo que era sólido” y es un estupendo análisis y revisión crítica
de los pilares de la democracia, de como sin darnos cuenta estamos perdiendo cosas
que eran sólidas y absolutamente necesarias, de donde viene esa pérdida y el
abismo al que nos conduce. Un libro imprescindible para reflexionar
sobre el momento que estamos viviendo.
DISCURSO DEL PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS
“Escribir empieza siendo casi siempre
un sueño o un capricho o una vocación imaginaria. Pero el sueño, el deseo, el
capricho, no llegan a cuajar en nada si no se convierte en un oficio. Un
oficio, cualquier oficio, requiere una inclinación poderosa y un largo
aprendizaje. Un oficio es una tarea que unas veces resulta agotadora o tediosa
por la paciencia y el esfuerzo sostenido que exige, pero que también depara,
cuando las cosas salen bien, momentos de plenitud, y permite entonces la
recompensa de un descanso que es más placentero porque se siente bien ganado,
al menos hasta cierto punto. Digo hasta cierto punto porque todo el que se
dedica plenamente a un oficio sabe que siempre hay una distancia grande entre
las mejores posibilidades de un proyecto y su realización, igual que hay
descubrimientos con los que no se contaba. Un oficio es una tarea práctica: uno
hace algo que le gusta y que a costa de aprendizaje y empeño ha logrado hacer
con cierta garantía de solvencia, pero no lo hace para sí mismo, por mucho que
esa tarea la haga a solas y que en el simple hecho de llevarla a cabo haya una
satisfacción privada. El resultado que se obtiene de ella alcanza una
existencia objetiva, independiente de quien la realizó, y pasa a integrarse
beneficiosamente en las vidas de sus destinatarios: un instrumento musical o
una partitura, una herramienta, una mesa, una historia, un cuaderno, un cuadro,
un cuenco de barro, una fotografía, un hallazgo científico, un paso de danza,
la cura de una enfermedad, un prodigio deportivo, un plato bien cocinado, una
pirámide de alcachofas en el escaparate de una frutería.
Hay algunas
singularidades en el oficio de escribir, como las hay en cualquier otro. La
primera es que la necesidad humana que satisface es una de las más intangibles,
aunque también una de las más universales: la de saber historias y la de
contarlas, es decir, dar una forma inteligible al mundo mediante las palabras.
Una historia, de ficción o no, propone un modelo universal de un cierto campo
de la experiencia a partir de la observación de los datos particulares de la
vida. Del mismo modo actúa el científico, elaborando modelos teóricos derivados
de la observación y la experimentación, que sirvan, doblemente, para explicar y
predecir. En las sociedades primitivas o antiguas el mito es el modelo de
explicación y predicción de los comportamientos humanos. Nuestra variedad
moderna del mito es la ficción, en todas sus variedades, desde las más
banales, más toscas, más comerciales y efímeras, hasta las más hondas y
exigentes, desde la telenovela y el videojuego a Don Quijote o Moby-Dick o a un
cuento de mi querida Alice Munro.
Nos dedicamos, pues, a un oficio más
antiguo y más útil de lo que parece. También a un oficio mucho más incierto.
Porque en él, y esta es su segunda singularidad, la experiencia no ofrece
ninguna garantía, y puede haber una divergencia escandalosa entre el mérito y
el reconocimiento.
Quien escribe sabe que ha de dedicar
a su oficio tantas horas y tantos años como un artesano al suyo, y que sin esa
dedicación no logrará completar nada de valor. Pero también sabe que la
entrega, por sí misma, no garantiza la calidad del resultado, porque la
experiencia y la dedicación pueden conducirlo al amaneramiento anquilosado y a
la parodia de sí mismo. Y también sabe que lo mejor unas veces es reconocido de
inmediato y otras veces es ignorado, y que lo que parecía mejor a veces se
desmorona al cabo de muy poco tiempo, y que una extraña justicia tardía alumbra
mucho tiempo después, sin compensación posible, al talento verdadero que no
brilló en vida.
El desaliento ante las incertidumbres
del oficio se acentúa más en tiempos de incertidumbres tan amargas como estos. Es difícil hablar de la perseverancia y
el gusto del trabajo en un país en el que tantos millones de personas carecen
angustiosamente de él. Es casi frívolo divagar sobre la falta de
correspondencia entre el mérito y el éxito en literatura en un mundo donde los
que trabajan ven menguados sus salarios mientras los más pudientes aumentan
obscenamente sus beneficios, en un país asolado por una crisis cuyos
responsables quedan impunes mientras sus víctimas no reciben justicia, donde la
rectitud y la tarea bien hecha tantas veces cuentan menos que la trampa o la
conexión clientelar; un país donde las formas más contemporáneas de demagogia
han reverdecido el antiguo desprecio por el trabajo intelectual y conocimiento.
Aun así, y dejando las
responsabilidades de la ciudadanía en el lugar que les corresponde, el único
remedio aceptable que conozco contra el desaliento del oficio es el oficio
mismo. Escribir poniendo artesanalmente en cada palabra los cinco sentidos.
Escribir sin concederse la menor indulgencia. Escribir aceptando y disfrutando
la soledad y agradeciendo el entramado de otros oficios fundamentales que lo
convierten en uno de los oficios menos solitarios y más colectivos del mundo,
como es solitario y colectivo el del músico y el del científico; agradeciendo
el oficio del editor, del corrector de pruebas, del traductor, del librero, del
crítico, el de otros escritores de los que uno aprende admirándolos, el oficio
del que enseña a leer y del que trasmite en un aula el amor por la literatura;
agradeciendo el oficio más placentero de todos, que es el del lector. Escribir
con el miedo a no tener lectores y con el miedo a perderlos, sobreponiéndose lo
mismo a los elogios que a las heridas. Escribir porque a pesar de todas las
negaciones y las imposibilidades la escritura, como cualquier oficio, es sobre
todo un acto de afirmación. Escribir porque sí.
En 1981 se entregaron por primera vez
estos premios y vuestra alteza presidió en ellos su primer acto público. Aún se
vivía entonces bajo el trauma sombrío y reciente de una tentativa de golpe de
estado. En su discurso de agradecimiento, el poeta José Hierro aludió con
alegría y alivio, pero también con plena conciencia del peligro, al “aire de
libertad que respiramos”. Ese aire, a pesar de todos los pesares, lo seguimos
respirando 32 años después, que constituyen el período más largo de libertad
que se ha conocido en la historia entera de nuestro país. Es importante
recordar estas cosas ahora, cuando el porvenir parece en muchas cosas tan
incierto como entonces. En este tiempo se ha hecho adulta la generación entera
que nacía por entonces, que es la de mis hijos. Sus vidas son ya más difíciles
de lo que imaginábamos hace sólo unos años, pero es importante recordar que
también aquellos tiempos de 1981 nos parecían amenazadores cuando nosotros los
vivíamos. Y sin embargo no hemos dejado de respirar el aire de libertad que
celebraba José Hierro. Sin esa respiración no habría sido posible la generación
literaria a la que yo pertenezco. Incluso nos hemos acostumbrado tanto a ella
que corremos el peligro de no saber ya apreciarla. Es nuestra responsabilidad
salvar lo que ganamos gracias a que muchas personas hicieron y hacen bien sus
oficios, privados y públicos; y también reflexionar con urgencia sobre todos
los errores, todas las inercias y descuidos que necesitamos corregir. En esa
tarea los oficios de las palabras podrán ser más útiles que nunca.”